Por: Marco González Ambriz
(marco@profilmico.com)
(septiembre 12, 2007)
Ya con Mil Nubes de Paz... Julián Hernández había demostrado ser uno de los mejores cineastas trabajando en México actualmente. En El Cielo Dividido retoma el tema de la fragilidad del amor, ahora con fotografía en color y sin una influencia tan marcada de la nouvelle vague. La historia de unos jóvenes enamorados que omite casi por completo los diálogos, narrando el final de una relación con posibilidades de renacer a base de imágenes, canciones populares y música compuesta ex profeso, conjugando todos los elementos con un inmejorable sentido estético y de paso descubriendo sitios de la Ciudad de México normalmente desaprovechados por el cine.
Trailer de El Cielo Dividido
Julián Hernández se toma su tiempo para echar a andar el relato. Durante más de treinta minutos vemos el romance casi perfecto entre Gerardo y Jonás, sólo ensombrecido por la forma en que este último permite que sea Gerardo quien tome el mando, como accediendo a sus deseos sin sentirse atraído con la misma intensidad. Sólo cuando Jonás atisba la posibilidad de en amor apasionado tras un breve encuentro en un antro, con el primer indicio de que la relación está condenada, hace su aparición el título de la película. A partir de entonces los actores, la sobresaliente fotografía de Alejandro Cantú y todos los elementos sonoros de la cinta se ponen al servicio de un estado de ánimo que durante casi dos horas se mantiene girando sobre sí mismo, examinando una y otra vez lo sucedido para encontrar una forma de enmendar errores, hasta que la salida que se había mantenido latente todo ese tiempo se hace evidente y la película reencuentra su inicial estado de gracia.
Más que la temática gay, que a estas alturas sólo puede escandalizar a un público en exceso ignorante, el principal problema para que El Cielo Dividido obtenga el reconocimiento que merece es la ausencia de una narración convencional y el lánguido tempo que Julián Hernández le impone a su cinta. Hay una falta de diálogos tan terca como bienvenida, evitando las palabras que no alcanzan a expresar lo que los personajes sienten y que con facilidad pueden adquirir la falacia del melodrama, Hernández prefiere que sean las miradas y el lenguaje corporal los que enuncien la vida interior de sus personajes. En manos de un director menos hábil esto sería una invitación al desastre, un mero ejercicio narcisista que nunca llega a comunicarse con el espectador. Varios críticos anglosajones se han quejado de esto, aunque me parece que su molestia se debe a la exagerada importancia que en esa parte del mundo se le da a la eficacia narrativa. Para una persona dispuesta a aceptar la propuesta de Hernández creo que no puede haber duda de que se está frente a una gran película.
Sería muy fácil para el director suponer que al disponer de protagonistas homosexuales ya no es necesario preocuparse por el acabado formal de la cinta. Muchos toman esto como pretexto para filmar sus relatos de cualquier manera, con fotografía deslavada, nula atención al diseño de producción y una banda sonora donde se acomodan unas cuantas canciones de rock alternativo sin importar el efecto que tengan en cada escena. Otra salida fácil es detenerse en la discriminación de que es objeto la comunidad gay para escudarse tras la denuncia, aunque las buenas intenciones con frecuencia no alcancen a disimular la desnudez del trabajo. En cambio, Julián Hernández se compromete con lo que quiere decir y con la forma en la que quiere decirlo, asumiendo con disciplina la decisión de narrar exclusivamente a partir de imágenes. Si el narrador en ocasiones parece gratuito esto se revela como una buena decisión en su última intervención, una especie de epílogo al amor de Gerardo y Jonás.
Con música de José José
Mientras la cámara se desliza con calma sobre los rostros y los cuerpos desnudos de los actores, privilegiando las figuras humanas sobre locaciones que no obstante pocas veces habían sido tan bien utilizadas por el cine mexicano, el espectador tiene el tiempo suficiente para presenciar la forma en que la pasión de los dos amantes por una combinación de impaciencia y falta de compromiso. La profundidad de campo, la cámara en mano y las elipsis a base de elegantes paneos nunca llaman la atención sobre sí mismos. Asimismo, se logra un espléndido estilo visual con mínimos valores de producción. Para obtener armoniosa paleta de colores basta con la ropa de los actores, el estilo arquitectónico característico de Ciudad Universitaria, el contraste entre áreas verdes y puentes peatonales. Con los mismos elementos que están a disposición de cualquier estudiante con una cámara digital El Cielo Dividido muestra cómo se le puede dar un valor cinematográfico a los escenarios cotidianos del DF, sin el folklorismo onanista de Reygadas ni el miserabilismo de tantos otros directores. La Ciudad de México alberga ambientes que muchos de sus artistas ni siquiera sospechan.
Lo anterior se complemente con la afligida banda sonora compuesta por Arturo Villela, que anuncia el rompimiento cuando parece que la felicidad de Jonás y Gerardo será eterna. Además hay canciones de los Ángeles Azules, José José, Ely Guerra, que articulan los pensamientos de los personajes y describen sutilmente su nivel socioeconómico. Esto lo hace Julián Hernández con mayor fortuna que Julio César Estrada en Espinas, donde el contrapunto entre los actores y las letras de las canciones era bastante forzado. El uso de la banda sonora en El Cielo Dividido es más orgánica, con sólo algunos resbalones donde se impone la obviedad (cuando Sergio espía a Gerardo y luego mira un aparador), ocupando adecuadamente el lugar de parlamentos que nada tienen que aportar y dándole un respiro lírico a lo que es en esencia una redolente y agónica descripción del desenamoramiento. Para entrarle a la que sin duda es una de las mejores películas mexicanas del año sólo hay tener un poco de paciencia y entender que la intención de Julián Hernández era detenerse en este difícil proceso, necesariamente ensimismado y por lo tanto refractario a la obligación de salir la palestra para denunciar o exigir respeto.